16 de marzo de 2011

El juego de la providencia

Los días pasan y mis pensamientos se trasladan sin rumbo,
desde el más mundano de los hechos diarios
hasta la más trascendental de las ideas eternas.
Bebo e ingiero cuando casualmente llueve por los lugares que frecuento
sin importarme lo más mínimo mi caprichosa voluntad ni el camino que llevo.

Disfruto parones y arrancadas por igual,
la serpiente cabalgante me tiene a su merced.
Yo me alegro, porque puedo, porque tengo mi puente de madera,
porque hace años que semanalmente cuido sus trabajados cimientos
y, de una forma u otra, eso me permite respirar, tras siglos de hiperventilación.

El letargo ya no dura ni más ni menos de lo que debe,
me agarro a toda causa final sin pensar siquiera intervenir.
¿Para qué? Los dioses mueren por inmortales que sean,
y yo ando a lomos de su infinita y voluble providencia.
La providencia es, ahora mismo, un juego en el que siempre gano.

Victorioso me he levantado otras veces, tras profundas luchas,
pero ahora lo hago porque me se las reglas, porque domino la partida,
porque no hay quien me pare y porque yo me inventé como jugar.
Y esos dioses que me manejan a su antojo, según su providencia,
ciertamente yo los creé, y en mi poder está que mueran, por inmortales que sean.

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